Dando un paseo por el centro de Madrid, a mediados de agosto, las palabras de un amigo me dejan pensativo: «Vestido así vas llamando la atención». Lo dice en plan bien, con la mejor voluntad. Dispuesto a que el comentario me sea útil. Y como es un buen tipo, lo aprecio y me aprecia, echo un vistazo a mi reflejo en un escaparate para comprobar el asunto: zapatos marrones, calcetines azul marino, pantalón chino beige, camisa azul claro, chaqueta ligera azul marino –luego iré a cenar y es lógico llevarla de tonos oscuros– y sombrero de ala mediana, ni ancha ni corta, de los que suelo usar desde hace ocho o diez años, panamá en verano y fieltro en invierno. Y tras dirigir esa rápida ojeada sin observar nada improcedente, miro alrededor, más bien confuso. «¿La atención de quién?», pregunto. Y mi amigo, como si tampoco lo tuviera claro…
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